No sé si a ustedes le pasa lo mismo.  Pero me siento indignado cuando escucho a muchos comentaristas mediáticos idiotizar la combinación de arroz y habichuelas cuando, luego de expresar un argumento que creen intrincado y privativo, de inmediato dicen: “Ahora se los voy a explicar en arroz y habichuelas”.

             La locución, que va pasando de cliché a expresión fija, destapa la falta de educación culinaria criolla de los comentaristas.  Y no sólo eso.  Al asumir que el público es incapaz de entender su intrincado argumento, los locutores adoptan una postura discursiva que es excluyente, asumiendo – erróneamente- que  de lo único que es capaz la audiencia es de entender cosas simplonas, como el arroz y habichuelas, pues preparar el uno y la otra para comer es cosa monda y lironda. Pues no. Cocinar esa histórica combinación es más complicada que el privilegiado, fácil y restringido giro discursivo de los comentaristas.

  Un arroz con habichuelas llega a nuestro plato después que un cocinero o cocinera  ha enhebrado una gramática que tiene una historia cultural larguísima, y expresarla, aún hoy, es difícil por naturaleza. No es una simple suma de productos e ingredientes y…… ¡Ya….., listo… a comer!

Cocinar arroz blanco, por ejemplo, requiere sabidurías aprendidas por muchísimos experimentos de prueba y  error, rubricados  en contextos de pocas opciones alimentarias. Un arroz blanco bien hecho demanda conocimientos puntuales para sazonar, y expresa aprendizajes reiterados  con medidas de aceite o manteca para producir un grano lustroso y  brillante. Igual, para que el arroz no se “amogolle”, hay que afinar la medida de agua y la grasa para obtener un arroz “suelto”. No menos hay que tener el instinto y la agudeza visual y  olfativa para fiscalizar la cocción, cosa de que se obtenga un requemado aceptable y comestible al fondo, eso que la inteligencia culinaria puertorriqueña vino a llamar pega ‘o.

Nuestro arroz blanco, además, hay que saber  cocinarlo  en “altura”, en caldero y tapado, muy diferente a la cocción en “extensión”, destapado, como la paella. Ello lo hemos practicado por siglos luego que llegaron los primeros fardos de arroz  en 1513.[1] Aunque para esa época había dos especies de arroz predominantes, la Oryza sativa (diseminada por el Mediterráneo) y la Oryza glaberrima (diseminada por el occidente africano), su método de cocción arranca de África Occidental, inventiva antiquísima entrelazada con el consumo, cultivo y recolección de la especie glaberrima, nativa de esta región, hace más de 3,500 años[2].  

Igual, la técnica de cocción, así como las técnicas de siembra en los humedales isleños, las heredamos en el siglo XVI, más que por la vía de los españoles – que en la división del trabajo terminaron siendo los que mandaban-, por la vía de los africanos esclavizados. Y las practicamos por siglos, fuera con el arroz íntegro criollo que se desarrolló luego de la conquista-del que en un momento llegamos a cosechar 8.7 millones de libras-,[3] o después de la aparición de la gran agroindustria arrocera, con los importados pulidos de la especie sativa. Todo ello con la intención premeditada- en contextos coloniales de hambres específicas- de aprovechar al máximo el cereal para servir arroz a muchos comensales a la vez.  

Hijas de la inteligencia son también las habichuelas guisadas. Guiso que las enlaza al arroz de forma inseparable – cosa por la cual  vinimos a igualar la combinación con un ‘matrimonio’, aun cuando en la vida real no ocurra así-, las habichuelas guisadas son, en sí mismas, un plato de extremada complejidad de ejecución.

Si se trata de habichuelas secas hay procedimientos de cocción milimétricos muy distintos a las manipulaciones que hay que hacer para las enlatadas y las frescas: tiempos de hidratación- que cambian de una variedad a otra-, y borbotones y registros precisos de temperatura y duración para la densificación del caldo. Así, a hervor sostenido de sonrisa, la legumbre no se rompe, no se “despelleja” cuando uno la prensa entre la lengua y el paladar. Y ni hablar del tamaño- que debe ser pequeño- de la “patita de cerdo”, siempre que el cocinero aprecie la gelificación del caldo, por supuesto.

Desde luego, no se ha tratado únicamente de hacer las simientes palatales y digeribles. También, a fuerza de memorias culinarias, experimentos y tanteos con los recursos comestibles disponibles, se desarrolló  una “norma”   de sabor, olor y color que es provocado, durante la cocción, por el sofrito. Ese fundamento sensorial  posiblemente se fue conformando  a tientas, estudiando las cualidades que los productos tienen para conservar alimentos en un clima tropical.[4]  

El sazonado, aunque se empleó –y se emplea hoy– para otros estofados y arroces, ha estado más arraigado a la culinaria de las habichuelas. Sin él no se cumplen expectativas sensoriales y fisiológicas muy afincadas. El sofrito  es el mejor ejemplo del bricolage culinario que rubrica nuestra cocina mestiza, realizado por las poblaciones que a la larga dieron figura a la sociedad puertorriqueña[5]. Todo a partir de la experimentación de guisanderos con diversos alimentos, memorias y estrategias de supervivencia..

 La forma en que los productos y los ingredientes se organizan y se combinan para hacer un buen arroz y habichuelas  es tan difícil como tan difícil creen los comentaristas que su argumento es.  ¿Por qué  insinúan ese cambio de significados? Me atrevo a decir que esto se debe  a una suerte de lenguaje construido sobre un cosmopolitismo gastronómico clasista, o cuando menos, sobre un  fudieismo académico ignorante y fronterizo.

Después de todo,  muchos de los argumentos de estos comentaristas son tan malos- o peores -que un mal cocinado arroz y habichuelas.


[1] Aurelio Tanodi (compilador) Documentos de la Real Hacienda de Puerto Rico, Río Piedras, Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad de Puerto Rico, 1971, II vols., vol. I, pp. 212, 241, 263, 264, 271.

[2] Tadeusz Lewicki, West African Food in the Middle Ages According to Arabic Sources, Cambridge University Press, 1974, 261 pp., pp. 22-24; y Judith CARNEY, “The Role of African Rice and Slaves in the History of Rice Cultivation in the Americas”; en: Human Ecology, vol. 26, nº 4, 1998, pp. 525-545, p. 527.

[3] Darío Ormaechea , “Memoria acerca de la agricultura, el comercio y las rentas internas de la isla de Puerto Rico”, 1847: en: Cayetano Coll y Toste, Boletín Histórico de Puerto Rico,  Tipografía Cantero Fernández, 1914,-1927, 14 vols. vol. 2, pp. 226 pssm.

[4] Paul W. Sherman y Jennifer Billing,“Darwinian Gastronomy: Why We Use Spices”; en: BioScience, vol. 49, núm. 6, junio de 1999, pp. 453-463. Lo que comúnmente se nombra especias en los recetarios (sazonadores, condimentos y hierbas frescas),  contienen fitoquímicos, es decir, compuestos secundarios que evolucionaron en las especias y las hierbas para auto defenderse de insectos, hongos, patógenos y bacterias. Ellos actúan, una vez empleados en los alimentos, como protectores antimicrobianos, pues muchos de ellos son termoestables. En efecto, los microbiólogos que realizaron la investigación citada sometieron a estudios de laboratorio a treinta especias para determinar su grado de actividad inhibidora y de propiedades antimicrobianas. Encontraron que todas tenían una concentración fitoquímica que podía matar o inhibir al menos 25% de las bacterias a que fueron sometidas, y que quince de ellas podían actuar sobre 75% de las bacterias. Interesantemente encontraron que el ajo, la cebolla, el orégano  y el culantro inhibieron o neutralizaron todas las bacterias a que fueron sometidos.

[5] Sydney Mintz, Tasting Food, Tasting Freedom: Excursions into Eating, Culture and the Past, Boston, Beacon Press, 1996,      149 pp., p. 40.

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