Funche y mofongo: su marginación racial.
En muchas ocasiones me han preguntado cuándo aparecieron las primeras recetas ‘escritas’ de funche y de mofongo. Las respuestas que hasta el día de hoy he dado son las siguientes. Para el funche, 1859, en la primera edición del anónimo recetario El cocinero puertorriqueño (San Juan, Imprenta de José Julián Acosta, 352 pp.) Les contesto además que en esta tirada aparecen dos, una con malanga y plátano, y otra con el nombre de Funche criollo, hecha con ñame, y no con harina de maíz, que es como lo preparamos hoy. Las dos llegaban a la mesa, luego del hervido y el machacado, rociadas con salsa de ajonjolí.
La del mofongo, por otro lado, se publicó por primera vez en 1890, en la tercera edición de El cocinero, también de la Imprenta de José Julián Acosta. Esta edición es más corta que la de 1859, pues tiene 292 páginas. La receta en cuestión lleva el nombre de Mofongo criollo y se preparaba con plátanos verdes hervidos. Les copio la receta para que adviertan las diferencias:
Mofongo criollo
“Se toma una libra de ternera, un cuarterón de gallina, un pedazo de tocineta y otro de jamón; y después de lavado se pone al fuego; enseguida se limpia el caldo con la espumadera y agregamos sal, orégano, ajos, y ají dulce todo bien majado; cuando haya hervido, se le agregan plátanos verdes, lavándolos antes con limón, los cuales se molerán en un mortero, después de cocidos, haciéndose grandes pelotas, a las que se le echará un poco de caldo para que no se peguen.”
Mas hay algo que nunca me preguntan. Y es si el funche y el mofongo fueron subvalorados. A los que leen esta pieza les adelanto que sí. En algún momento, el funche y el mofongo, antes de estrenarse en la página escrita, sufrieron del desprecio racial que las élites blancas y esclavistas del Caribe mostraron hacia los negros esclavos, los negros libres y los mulatos.
Esta historia, lamentablemente, se escapa en nuestra memoria gastronómica debido a la equivocada idea de algunos comidistas boricuas de que el patrimonio culinario puertorriqueño, que tanto nos enorgullece y representa, lo heredamos sin conflictos raciales ni tropiezos interculturales. Estos foodies, que tienen el prototipo del ‘soy boricua pa que tú lo sepas,’ creen que el patrimonio gastronómico ni tan siquiera debe estudiarse académicamente, pues además de ser materia trivial, es hijo natural de una gastro nación que es, también, natural.
Es cierto. Se ha dicho que el axioma ‘dime lo que comes y te diré quién eres’ es, a veces, exagerado. Pero igualmente tiene mucho de verdad. En una sociedad clasista y racialmente segmentada, como la del siglo XIX, que vio el estreno de ambas confecciones en la página escrita, las cualidades sociales de cada cual -buenas o malas- se determinaban también por la calidad -buena o mala- de lo que una clase o una raza cocinaba en oposición a la otra. !Y no lo dudemos! ¡También se establecían por el apelativo racial que apodaba al plato!
En su ensayo Vocabulario de la cocina afrocubana ( Revista Bimestre Cubana , vol XVIII, 1923), el célebre antropólogo cubano Fernando Ortiz (1881-1969) nos enseñó que el origen de la voz funche puede trazarse a la voz congolesa jundy, o muy bien a las angoleñas nfungi y fundy, algo que adivina la plausible posición racial del alimento en las sociedades caribeñas esclavistas. Ortiz añade, además, que en un momento, en el español cubano, se trocaron las desinenciales ndy e ngi, por che, adscribiéndole así un sentido despectivo, tal y como lo transmitían las voces que solían terminar en icha, iche y uche. En las sociedades caribeñas segmentadas por el racismo esclavista, la voz funche, y como consecuencia, el plato, adquirieron un significado innoble.
En Puerto Rico, de la misma forma, palabra y plato adquirieron significados vejatorios e injuriosos. En su clásico libro El elemento afro-negroide en el Español de Puerto Rico ( ICP, 1961), el eminente filólogo y lingüista puertorriqueño Manuel Álvarez Nazario (1924-2001) indicó que de la palabra funche nació el derivado verbal despectivo «enfuncharse», que significa «enfadarse». Según el lingüista, la expresión surgió de la cualidad áspera y dura que adquiere el funche cuando enfría.
Claro, eso lo sabemos los que hemos hecho funche. Pero muchos cocineros y comensales no saben que hace 177 años, en la hacienda Pueblo Viejo de Guaynabo, el esclavo negro Blas Candelario se quejó ante el hacendado blanco José Martínez Díaz porque la carne que daba en los almuerzos – los miércoles y los sábados-, las daba descompuestas. Eso llevó a Blas, además, a incluir en la rencilla el comentario sobre invariable ración diaria de “una libra de harina de maíz hecho funchi” que daba Díaz para completar las escuálidas raciones de tasajo y bacalao. En efecto, Díaz era quien 'cortaba el bacalao'
¡Por supuesto que había que enfuncharse! Y Blas se enfunchó, tanto, que terminó, según el expediente, amarrado ‘con cadena y mono’ en el calabozo de la hacienda.[1]
Igual creo que muchos sabemos el significado despectivo que tiene el calificativo “cara de funche en batea” (rechoncho, caretón, cariancho); y la de ‘hacer el funche a parte’ (conspirar, actuar falsamente, tramar un ardid).
Algo similar ocurrió con la voz mofongo. Álvarez Nazario sugiere que la palabra mofongo parece originarse en el término «kikongo» angoleño «mfwenge-mfwenge», que significaba «cantidad grande de cualquier cosa». De igual forma -dice Nazario- en otra variante del kikongo angoleño existía el sustantivo «mfwongo», que significaba «plato» o «superficie plana». Nazario concluye que la segunda, «mfwongo», guarda gran relación con la acción de aplastar, algo que en efecto es lo que se hace con el plátano para producir el mofongo. Otra vez, se adivina la posición racial de palabra y plato.
¿Y qué se puede decir sobre la apreciación del mofongo en las sensibilidades gastronómicas de los ilustrados blancos? Para muestra un botón basta, dicen por ahí. Les dejo, como testimonio, la entrada que hizo en su diario de viaje el escritor José María de Alba (1822-1897) en al año 1870, 30 lustros antes de que apareciera la primera receta escrita del mofongo en la tercera edición de El cocinero. En la entrada se narran las experiencias del autor luego de asistir al baile que ofreció el maestro carpintero Santiago Andrade. En el pasaje, el mofongo aparece descrito en una escena cuyo lenguaje, a primera vista, parecería una deliberada cursilería léxica, escrita por un blanco culto y ‘de clase’.
Mas en el fondo se observa una construcción absolutamente racista y engreída, llena de aires prepotentes, prejuicios y envidias solapadas hacia los puertorriqueños afrodescendientes, hombres y mujeres. La entrada lleva la fecha del 28 de febrero de 1870. Las itálicas son mías.
‘Al regresar a mi hotel, [en el Viejo San Juan] a las doce de la noche, acompañado de un amigo, llamó nuestra atención una música ruidosa y lejana. Era un baile de negros, que se celebraba al final de la calle en una casa baja alquilada al efecto. Nos acercamos atraídos por la curiosidad, y siendo conocidos de mi amigo, se nos invitó a que entrásemos y después a presidir la fiesta.
El espectáculo tenía para mí una novedad encantadora. En la casa habría unas doscientas personas de color, de ambos sexos, jóvenes en su mayor parte, muchos negros y pocos mulatos. El baile tenía todas las apariencias de un baile aristocrático en parodia. Los negros de frac, corbata y guante blanco; las negras en traje de sociedad, unas con enormes colas, otras con trajes caprichosos en la forma y de abigarrados colores; pero todas de guante blanco y en extremo descotadas. Aquellas figuras me hacían el efecto de las negativas fotográficas.
La atmósfera impregnada de diferentes perfumes, entre los cuales sobresalía el olor característico del sudor del negro, se hacía casi irrespirable. No obstante, tuvimos que aceptar un sitio de preferencia en el salón y presenciamos varias danzas del país y bailes de sociedad como rigodón, wals (sic) y lanceros, corregidos y aumentados con figuras nuevas inventadas por Santiago Andrade, director de la fiesta, cuyos gastos eran en su mayor parte costeados por él en celebridad de haberle caído en suerte 2.000 pesos a la lotería.
Santiago Andrade es un negro retinto, joven, vigoroso, de no escasa inteligencia y de modales finos en su clase. Ejerce el oficio de carpintero; es un buen muchacho, y las negrillas todas le ponían buena cara, en cuanto dependía de ellas. Los demás jóvenes de color eran también artesanos en su mayor parte. Andrade estuvo con nosotros agasajador y en extremo obsequioso, hasta el punto de invitarnos a que bailásemos con las negritas, cosa en ellos no muy frecuente.
Después nos hicieron pasar al ambigú, donde se sirvió con profusión la madera [Madeira], el champagne y la cerveza del norte, a que son muy aficionados, sin que faltasen refrescos de grosella y almendra y agua con panales. Sirvióse también una especie de empanadillas,[¿pasteles?] que dijeron ser de carne, y un guisado especial con mucha salsa, formado de plátanos y carnes diferentes, constituyendo toda una masa, hecha sin duda en almirez o mortero, en que las sustancias batidas y mezcladas adquieren la consistencia de una masa dura, de la cual hacen bolas del tamaño y forma de un huevo de pava. Esto lo sirven en platos hondos con una cantidad de salsa considerable, y muy caliente, y le dan el nombre de mofongo.
So pretexto de una leve indisposición pude librarme de comer y de beber como me había librado, poco antes, de bailar, no obstante que me ofrecían por pareja una muchacha que se puede decir que era la reina de la fiesta…’
Que estas líneas sirvan para recordar que el funche y el mofongo tienen su genealogía y linaje en la culinaria afro puertorriqueña, y que pudieron respirar, aun cuando también se les estrujó la rodilla en el cuello.